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“Lo mataron como si no valiera nada… pero él era un ser humano”: el grito de una esposa que exige justicia

Carlos Alberto Ramírez Arroyave fue hallado apuñalado e incinerado en el parque La Paz de Ibagué. Vivía en la calle, sí, pero no estaba solo ni era un criminal. Tenía una familia que hoy clama por respuestas y no quiere que su muerte quede en el olvido.

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Rosy Amadelly Cetina Páez jamás olvidará la mañana del viernes 18 de julio. Desde Bogotá, donde vive y trabaja, recibió una llamada inesperada y devastadora de Medicina Legal: su esposo, Carlos Alberto Ramírez Arroyave, había sido encontrado muerto en el parque La Paz, en Ibagué. Apuñalado. Incinerado. Solo. Así terminó la vida del hombre con quien compartió más de 20 años y tuvo dos hijos.

“Me llamaron para decirme que lo encontraron muerto, que no podía ver el cuerpo, que solo lo entregaban a la funeraria…”, relata Rosy entre sollozos. “Suplicamos, rogamos que nos dejaran despedirnos, pero no nos lo permitieron. Ni a mí ni a su familia.”

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La tragedia no solo es la muerte violenta, sino el desamparo institucional, el silencio de las autoridades, la falta de respuestas. Desde ese día, Rosy no ha recibido más que una escueta notificación. No sabe quién lleva el caso, ni si hay avances, ni por qué lo mataron de forma tan vil. Hoy, le pide públicamente a la Fiscalía General de la Nación que abra una investigación formal sobre el crimen.

Está convencida de que alguien sabe algo. “Estoy segura de que sí hubo testigos. En ese parque siempre hay gente, día y noche. Por eso necesito que las autoridades investiguen. Que pregunten, que revisen cámaras, que no lo dejen así como si no importara,” afirma.

Una vida marcada por la lucha y el amor

Carlos Alberto Ramírez Arroyave era bogotano. En su ciudad natal, tuvo un negocio de venta de nitrógeno para llantas y fue comisionista de accesorios para vehículos. “Él era trabajador. Independiente. Nunca tuvo antecedentes. No era un ladrón, ni un asesino, ni un delincuente,” asegura su esposa. Pero como muchos en Colombia, la adicción a las drogas lo llevó a la indigencia. Aun así, nunca se desligó de su familia.WhatsApp Image 2025 07 23 at 10.35.11 AM 1

“Él se hacía daño solo a sí mismo. A nadie más. Llamaba, preguntaba por nosotros, enviaba lo poco que podía…”, cuenta Rosy. La última vez que supieron de él fue el 15 de julio, un día antes de su muerte. Le transfirió 20 mil pesos a su hijo, preocupado por la salud de Rosy, quien había sido hospitalizada. “Perdona lo poquito,” escribió. “Para nosotros fue muchísimo,” recuerda.

Antes de eso, Carlos había trabajado en la Plaza de la 21 en Ibagué, cargando fruta, descargando camiones, haciendo mandados. Incluso participó en los eventos del festival de San Pedro ayudando a montar la tarima. “Estaba feliz. Nos llamó a decir que había disfrutado los conciertos en primera fila porque él había ayudado a montar todo. Que fuéramos el próximo año. Estaba contento, ilusionado,” cuenta Rosy con la voz quebrada.

Una desaparición que lo trajo de regreso… y luego, la muerte

Hace dos años, Carlos se había alejado de la familia. Estaba desaparecido. Rosy, desesperada, puso una denuncia. Fue gracias a una mujer que trabajaba con él en Ibagué que logró encontrarlo. “Ella vio mi número en su Facebook y me llamó. Viajé durante el día y llegué a Ibagué en la noche, sola, a un barrio muy peligroso. Lo encontré, me lo traje de nuevo. Era mi esposo. Yo nunca dejé de buscarlo.”

Nunca retiró la denuncia. Por eso Medicina Legal pudo identificar el cuerpo de Carlos ahora. Pero eso no bastó para que se respetara el derecho de su familia a recibir explicaciones, ni siquiera a ver su rostro por última vez.

“Él era un ser humano. Merece justicia”

WhatsApp Image 2025 07 23 at 10.35.10 AM“No entiendo por qué lo mataron así. ¿Quién haría algo tan macabro?”, pregunta Rosy, aún sin respuestas. Y aunque reconoce que su esposo tenía un problema de adicción, insiste: “Eso no justifica que lo asesinen, que lo quemen, que lo tiren como si fuera basura. Mi esposo era un ser humano. Tenía hijos. Tenía mamá, papá, hermanos. Tenía una vida.”

“Yo quiero justicia. Nosotros como familia queremos justicia. Que esto no quede impune. Que la persona o personas que hicieron esto tan vil paguen por lo que hicieron,” reclama. “Él no era nadie para el Estado, tal vez, pero para nosotros lo era todo.”

Rosy, quien se dedica a vender llantas y a la restauración de rines, aún guarda cada evidencia, cada audio, cada recibo. Puede demostrar que Carlos trabajaba, tanto en Bogotá como en Ibagué. Lo único que no puede explicar —ni aceptar— es por qué lo asesinaron con tal brutalidad y por qué, hasta hoy, nadie le ha dado una sola respuesta oficial.

¿Hasta cuándo se seguirá matando a los invisibles?

Historias como la de Carlos suelen perderse entre el ruido mediático, entre estadísticas anónimas de violencia urbana. Pero detrás de cada habitante de calle hay una historia, una madre, una pareja, unos hijos.
Rosy no pide caridad. Pide justicia. Exige que la vida de su esposo no sea reducida a un informe forense. Quiere saber quién le arrebató su derecho a envejecer con él, a seguir luchando juntos, incluso con las dificultades que enfrentaban.

“Él no era perfecto, pero era mi esposo. Y no merecía morir así. Nadie lo merece.”

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