
Redacción: Alianza Informativa
Hoy Colombia presenció algo inusual, casi insólito: un fallo que no se dejó intimidar por el peso de la historia, la influencia de un hombre, ni la presión mediática. El llamado a juicio del expresidente Álvaro Uribe Vélez por los delitos de fraude procesal y soborno a testigos no es aún una condena, pero sí es una afirmación poderosa: la justicia, cuando actúa con valentía, puede desafiar incluso al poder más alto.
La jueza Sandra Heredia Aranda, encargada del caso, no solo tomó una decisión jurídica. Su intervención fue, palabra a palabra, un manifiesto ético y un llamado a la coherencia institucional. En un país donde tantas veces los procesos penales contra figuras poderosas se diluyen entre aplazamientos, prescripciones y silencios cómplices, lo que ocurrió este 28 de julio tiene una carga simbólica difícil de ignorar.
Durante la lectura del fallo, Heredia dijo:
“La justicia, como Temis, no ve nombres, ni cargos, ni estaturas, porque su mirada está enfocada exclusivamente en la verdad jurídica y en el deber ético de resolver conforme a la ley y la conciencia.”
Y agregó, con la firmeza de quien entiende la historia que está escribiendo:
“La administración de justicia como bien jurídico supremo no está al servicio de la política, ni de la prensa, ni de la historia. Está al servicio del pueblo colombiano, que merece y exige una justicia imparcial, transparente, libre de prejuicios, firme frente a la presión y diligente.”
Sus palabras no fueron retórica vacía. Fueron una respuesta directa al clima de intimidación que ha rodeado este proceso desde sus inicios. Porque hablar del juicio de Uribe es hablar también de un país profundamente dividido, donde las lealtades políticas muchas veces pesan más que los hechos, y donde defender la ley frente al poder se ha convertido casi en un acto de rebeldía.
Lo asombroso no es solo que un expresidente sea llamado a juicio. Lo asombroso es que, en el camino, haya quedado expuesto un intento sistemático de alterar la verdad judicial: testigos contactados irregularmente, interceptaciones telefónicas legales que registran conversaciones comprometedoras, y una defensa que, en su afán de probar la inocencia, incurrió en errores graves e incluso éticamente cuestionables.
Y aun así, se insiste en hablar de persecución política, como si el poder no hubiese sido históricamente quien persigue, quien controla, quien manipula. ¿Desde cuándo exigir rendición de cuentas es persecución? ¿Desde cuándo una prueba legal se desestima porque quien la comete tiene un título o un fuero?
Este fallo, que aún debe ser revisado en segunda instancia por el Tribunal Superior de Bogotá y que corre contra reloj ante el riesgo de prescripción —una vieja táctica de los poderosos—, no es el punto final. Pero sí marca un parteaguas: el momento en que la justicia, por lo menos por un instante, dejó de temblar.
Hoy los jueces, fiscales, abogados y ciudadanos deben preguntarse si van a seguir tolerando que el poder político esté por encima de la ley. Si van a seguir normalizando que las instituciones se arrodillen. Porque lo que está en juego no es solo un proceso judicial: es la posibilidad de creer, de nuevo, en una justicia que no actúe por miedo ni por conveniencia, sino por principios.
En un país donde la impunidad ha sido norma, este fallo es un acto de coraje. Y también, una advertencia: la justicia que se atreve a mirar al poder a los ojos, también se atreve a escribir la historia desde la dignidad.